El olvido del Estado plurinacional: Feijóo ha perdido la periferia
La hostilidad que se profesan el PP y los nacionalismos periféricos deja a los populares en manos de VOX.

Es bien evidente que la democracia española se ha radicalizado con el tiempo. Su origen fue la Constitución de 1978, ulterior a unas elecciones generales impecables, y negociada con la inteligencia y la altura de miras suficientes para resultar aceptable por una abrumadora mayoría (con una participación del 67,11 %, el sí consiguió el 91,81%). En las primeras alternancias hubo escasos vaivenes, y en la práctica los grandes hitos de la modernización ética —divorcio, aborto, matrimonio homosexual, etc.—fueron mantenidos respetuosamente por las sucesivas mayorías.
Uno de los consensos más trabajosos que incluía la Carta Magna, que está cerca de cumplir medio siglo, fue el referente a la organización territorial. Desde el principio se vio claro que hubiera sido imposible reeditar con éxito un estado centralista, pero tampoco era prudente entonces la opción del estado federal, por lo que se pergeñó un confuso estado de las autonomías que, aunque ha servido relativamente para dar forma al edificio estatal, no responde a las necesidades auténticas del país. De cualquier modo, el modelo descentralizado arrancó y, con buen sentido, fue incluso perfeccionado en dos ocasiones por los grandes partidos.
En efecto, tras el intento de golpe de Estado de 1981, una comisión de expertos dirigida por Eduardo García de Enterría recibió el encargo de analizar la situación y establecer la estrategia que había que seguir. Y el entonces presidente del Gobierno, Calvo-Sotelo, y el líder de la oposición, González, firmaron los primeros pactos que recogían el nuevo mapa autonómico; la estructura organizativa basada en el artículo 152 CE; el plazo para fijar esta definición: 1 de febrero de 1983; y la armonización de todo el proceso a través de una Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (la LOAPA), muy limitante y finalmente declarada casi completamente inconstitucional. La ley quedó reducida a la actual del Proceso Autonómico.
En 1992, hubo unos segundos pactos autonómicos: por imperativo constitucional, el sistema funcionaba a dos velocidades, y transcurrido el plazo de cinco años, muchas autonomías de la ‘vía lenta’ exigieron una ampliación competencial. El conflicto se zanjó mediante el referido acuerdo, esta vez suscrito por González y por Aznar: Se fijó el marco para transferir 32 nuevas competencias, incluida la de Educación, en un intento de igualar a las comunidades de 'vía lenta' con las 'históricas'. Las diez reformas estatutarias pendientes recibieron luz verde del Congreso en 1993.
A partir de 1996, el nuevo Gobierno del PP y la oposición socialista no consiguieron nuevos y necesarios acuerdos sobre las cuestiones pendientes (financiación autonómica, financiación del sistema sanitario, ampliación de competencias, reforma del Senado, representación de las comunidades en la UE…). Y puede decirse que la relación entre PP y PSOE en asuntos autonómicos se rompió cuando comenzó a elaborarse, con Zapatero en el poder, el Estatuto de Cataluña. Veinte años han pasado desde entonces, y no hace falta decir que en el periodo central de este tramo —Rajoy tomó el poder en 2011 y lo perdió en 2018— el problema catalán estalló, siendo necesaria la aplicación del art. 155 C.E. pensado para situaciones excepcionales , y abriéndose un complejo conflicto judicial que solo ha mostrado un horizonte viable cuando el gobierno de Pedro Sánchez ha optado por declarar una amnistía, que es el método civilizado y eficaz de corregir los grandes errores históricos.
Desde la redacción del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, dejó de haber sintonía alguna entre las dos grandes formaciones estatales. Antes al contrario, el PP hizo lo posible por boicotear le reforma y presionó hasta más allá de lo legal y de los razonable sobre el Tribunal Constitucional para que la cancelase.
El TC, en efecto, biseló gravemente el Estatuto de Autonomía, cediendo a las limitaciones invocadas por la derecha españolista catalana, y el conflicto hubiera terminado mal si la izquierda no hubiera devuelto la racionalidad al problema, todavía boicoteado por las fuerzas conservadoras.
Ahora, el mismo PP que por un prurito poco razonable ha hecho todo lo posible por frenar el desarrollo normal del estado autonómico está recogiendo los frutos de aquella insidia. Feijóo acaba de comprobar de nuevo que no podrá contar, no se sabe hasta cuándo, con las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas, gracias a las cuales el PP llegó al poder por los pelos en 1996. Ahora, la hostilidad que se profesan el PP y los nacionalismos periféricos deja al PP en manos de VOX, lo que no solo supone un lastre para el hemisferio conservador español sino un drama para todos los españoles, que están condenados al ingreso de VOX en el gobierno por la incapacidad del PP de aglutinar a fuerzas democráticas suficientes. La provocativa invitación de Junts a que Feijóo vaya a Waterloo a entrevistarse con Puigdemont es la prueba de que los problemas están pudriéndose y emitiendo un insoportable hedor.
Todo indica que las dos grandes formaciones de centro-derecha y de centro-izquierda tienen gran responsabilidad en la ruptura del concierto político y en la instalación de una enemistad insuperable que está bloqueando el proceso normal de este país. Es evidente que no está siendo posible reformar y modernizar el estado de las autonomías, y así seguirá la cuestión si no cambian las formas, si no se recuperan al menos algunos mínimos diálogos.